El arcángel

La noche en que las marcas desaparecieron de la piel de los millones de humanos que habitaban en la Tierra, los ángeles pisaron el suelo firme de la ciudad de Tarso.

No observaron a ningún caído, de hecho, no había nadie en la calle a aquellas horas. No obstante, ninguno de ellos fue capaz de encontrar ese hecho como una victoria. No lo era.

El primero en dar un paso al frente fue el favorito de Dios. Lo hizo sin dudar y sin temer, como era característico en él. De toparse con un demonio, lo mataría y lo devolvería de nuevo al infierno. De hallarse a un humano en apuros, lo ayudaría. Su mente había asumido un plan y éste estaba claro. Una lista de pasos a seguir.

—Es el momento de dividirnos —habló en voz alta y clara. La voz de un líder nato, nacido para dirigir a aquellos que creyeran en él—. Os pido que seáis discretos y cuidadosos en vuestra misión. Nuestra misión. Hay un futuro que cuelga de nuestras manos en este momento y solo nosotros podemos hacer de él una realidad. Confío en vosotros. Padre lo hace, también, y os acompañará y guiará en el camino. Nos veremos en el amanecer acordado.

Los demás asintieron con la cabeza en señal de acuerdo. Todos, sin excepción. Cada ángel del grupo de más de mil seres celestiales que había aparecido de la nada en medio de la ciudad, mostró su aprobación ante él.

—Los que estén conmigo, que me sigan.

Inmediatamente, cinco cuerpos se movieron a la vez, dando un paso hacia adelante con la cabeza bien alta. Todos tenían rasgos finos y delicados, como pulidos en mármol y parecían recién sacados de un grupo de rock cristiano, con sus vestimentas blancas de guerra y sus armas negras, doradas y resplandecientes.

Dos de ellos eran hombres, de pelo largo hasta los hombros y rubio como los rayos del sol de la mañana. Las otras tres eran mujeres. Una de ellas llevaba el pelo algo más corto que las demás y de un tono más oscuro, casi castaño. Las otras dos seguían el mismo patrón: pelo largo, liso y rubio.

“Lo último en tendencia en el paraíso” habría comentado Dagon de no encontrarse solo en ese momento, mientras observaba a los que habían sido como él siglos atrás, protegido por un potente hechizo que lo hacía no solo invisible, también indetectable a los ojos y sentidos de los habitantes de los reinos celestiales.

—Debemos actuar tan rápido como nos sea posible mientras poseemos esta ventaja —habló de nuevo el comandante del ejército de ángeles, dirigiéndose en especial al grupo de cinco que lo acompañarían a él—. No tardarán en averiguar que hemos llegado.

“En eso no te equivocas, Miguel” pensó Dagon para sus adentros. Una sonrisa maligna se formó en sus labios y, al percatarse de que cada grupo tomaba su camino y que el ejército se dispersaba, desapareció del mismo modo en el que había aparecido. Sin ser visto, ni oído, ni sentido. Como una sombra.

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